El tren y la moneda

Postal de otra época. Relato de Victoria Rasmussen

Cuando las barreras del tren bajaban y escuchábamos esa enorme máquina acercarse, agarrábamos una moneda de nuestra alcancía, corríamos frente a casa y la poníamos en la vía, no sé bien cuál era el propósito pero mirábamos la moneda plana, aplastada al máximo y era la gloria, nunca pasaba algo diferente, no había sorpresa, siempre lo repetíamos y era la moneda plana, la felicidad sin razón de nuestra infancia.

A  mamá no le daba miedo, sabía que poníamos la moneda en la vía y  ¡ya! Sólo esperábamos el milagro. A veces lo hacíamos con mis dos hermanos, pero si había algún amigo invitado a casa, cruzaba y conocía la magia del tren y la moneda. Si la moneda era de 25 o de 50 centavos era estupendo, la más grande y se apreciaba mejor el estado en el que quedaba. La moneda de 1 peso ya era palabra mayor, con 1 peso íbamos al kiosco El Cordobés y comprábamos un alfajor Milka y una coca cola de vidrio chiquita, lo consumías en la vereda del kiosco, sentados en los enormes ventanales que mostraban todo lo que un niño quiere tener. Estaba el flipper que mi hermano Pablo le venía pidiendo a papá Noel para navidad, también los desodorantes Pibes y Paco que siempre le regalaban a mi hermano Cristian para el  cumpleaños y estaba la maravillosa Barbie princesa, ¡La deseaba tanto! Sabía que papá Noel no podía traer regalos caros a todos, la muñeca Barbie igualaba a 50 coca cola de vidrio y 50 alfajores triples, ¡pretendía mucho! Además para mi cumpleaños ya me habían regalado la Nenuco que se hacía pis.

De vez en cuando alquilábamos un VHS también en el Cordobés, mientras las señoras jugaban a la quiniela y mamá compraba aspirinetas para el botiquín, elegíamos una película que nos gustaba a los tres, después invitábamos a un amigo cada uno y simulábamos un cine en el diminuto televisor de casa, era aún más creíble cuando mamá traía una bandeja con pochoclos o vainillas para todos.  Después de la película mis hermanos intercambiaban figuritas del álbum de los caballeros del zodíaco y yo cambiaba papeles de carta con mi amiga. De sólo recordarlo siento el perfume de esos papeles destinados a nunca escribir una carta.

Mamá y papá nos decían que no podíamos invitar amigos todos los días a casa, a veces hasta la veía a mamá guardar las galletitas más ricas en la alacena más alta y darnos pan con mermelada a todos para acompañar el vascolet.

Cuando papá llegaba de trabajar a las 18.00 se metía en la pileta con nosotros y jugábamos al pulpo, generaba una adrenalina tan grande que lo pienso y me da cosquilleo en la espalda.

Una mañana en la radio anunciaron que el tren iba a dejar de pasar, hasta nuestra alcancía parecía haber quedado abandonada, las monedas dentro perdían su valor mágico, ya no iban a ser planas cómo las demás. Sentíamos algo raro en el cuerpo, pero por la edad que teníamos no nos dábamos cuenta que era angustia, anhelo y hasta puedo decir tristeza.

Con el pasar de los años, mamá me empezó a dejar ir a hacer mandados sola, iba a lo de Alonso porque quedaba a la vuelta de casa y no tenía que cruzar la calle, después empecé a dar vueltas de la manzana en bicicleta saludando en cada vuelta a Cherro, el peluquero que estaba a dos locales de lo de Alonso, no sabía en qué momento cortaba el pelo, pero sí sabía que siempre estaba parado en la puerta con su delantal celeste. Con el tiempo empecé a ir a la plaza que estaba a un par de cuadras de casa y cuando el sol empezaba a caer era hora de volver, mamá y papá no se preocupaban, sabían que estábamos por ahí con un montón de amigos más.

Mis hermanos Cristian y Pablo ya había empezado a ir a Barrabas, el boliche del pueblo, así que empecé a tener noches de hija única, aunque por ser la más chiquita y única mujer de la familia entre 8 primos, siempre fui la más consentida.

Cuando mis hermanos terminaron el secundario se fueron a vivir a otras ciudades, para ese entonces, yo ya andaba en auto sola, luego también abandoné el nido y me fui a vivir lejos de casa, comprendí lo que era comprar mi propia comida todos los días, pagar mis impuestos, vivir el día a día. En cada moneda que gastaba, recordé las que mamá nos dejaba que sean aplastadas por el tren, entendí su valor, entendí que esas monedas éramos nosotros, mis hermanos y yo, nuestro momento mágico.

La vía se convirtió en una canchita de futbol de barrio, esas que pones dos camperas de arco y no existen las reglas. El andén se transformó en oficinas, los carteles fueron poco a poco desapareciendo, algunos decoran casas de forma ilegal, los durmientes se hicieron muebles y los rieles siguen colocados, esperando a ese imponente ferrocarril de los años 90, pero la barrera nunca más bajo.

Por Victoria Rasmussen

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